Corte a tijera en una barbería de Tokio

(Una temporada en Japón 9)

Uno tiene estas cosas, que sin poder decir en japonés no me corte usted nada más que las puntas, se mete en una barbería de Tokio a que, como diría mi madre, lo dejen a uno «presentable». El problema de mis pseudorizos es que cuando cogen una largura determinada no se sabe si son olas como las de Butragueño o el pelo de Ángela Chaning. Esos días son terribles porque hay que decidirse entre pelarse o buscar remedio con ceras, gominas -en los 80- o cualquier remedio que la etiqueta nos prometa un rizo perfecto. Desde hace algunos años, para evitar casarme con el mayordomo de Falcon Crest, entro en una barbería a solucionar el dilema.

En una ocasión me pilló el dilema en Saigón y el resultado fue una visitade surrealista a una barbería vietnamita a la que sólo le faltó el final feliz, y que incluyó rasurado de pelo de orejas. Para el interesado en aquella aventura remito a la entrada correspondiente en este blog; yo, no quiero ni acordarme.

En esta ocasión el dilema me surgió en Tokio. Me quedan días para estar en Oporto, pero ¿quién puede resistirse a la llamada de la Sirena de esas barberías de Tokio con su giroscopio hipnótico rojo, blanco y azul. Yo no soy Ulises, así que la llamada de las sirenas barberas fue irresistible. Cuando iba a abrir la puerta de la barbería, el peluquero, solícito, corrió a abrírmela desde dentro, a pesar de estar en medio del corte a una cabeza de un japonés, una de esas cabezas que si fueran garbanzo había que remojarlas en una plaza de toros y que tanto están de moda en la genética nipona. Por otro lado, este barbero debía contar en el momento de abrir la puerta los 80 o 120 años, un arco que parece exagerado pero los japoneses, sin arrugas apenas, sin ojeras, y en este caso sin pelo, échele usted un galgo para saber su edad.

Mientras esperaba acabó con el cabezón y siguió su labor con otro cliente, a la sazón algunos años mayor que él, pero con más pelo. Mientras lo pelaba pude ver por el espejo la cara concentrada del barbero en su labor. Hay barberos que fruncen el ceño cuando cogen las tijeras; éste era de los que arquean las cejas, con el agravante de que no le formaban arcos sino algo así como un acento circunflejo interrumpido en la cúspide. Su boca, permítaseme su descripción detallada, variaba a medida que avanzaba en el corte. En un principio, introducía su labio inferior levemente bajo el superior, pero a medida que realizaba su trabajo, el labio superior iba desapareciendo como una liebre perseguida por un cazador de los Pedroches. Al mismo tiempo, ese labio inferior, que apenas era un rayón con con lápiz HB cuando comenzó, se iba ensanchando como las boquitas de unas amigas de despedida de soltera haciéndose un selfie. El resultado final de su rostro -acento circunflejo, labio inferior de autorretrato ridículo- le asemejaba a la abuela de la película de dibujos animados Totoro.

Llegó mi turno y comenzó el debate de qué corte de pelo quería. Como ya expliqué antes, mi idioma japonés avanza, pero a veces no es fácil explicarse. Eso es como el profesor de física nos preguntaba en segundo de BUP por algo y respondíamos: «Si yo lo sé, pero no sé explicarlo». Gran falacia. Llegados a un acuerdo -más cortito por detrás, más largo el flequillo-, se puso manos a la obra. Debo decir que con toda seguridad en su siglo de vida, este señor era la primera vez que pelaba a un pelo medio rizado de gaijin (extranjero) de nariz larga. Y debo decir que cuando un barbero tiene 10, sí, diez, tijeras frente a ti y las usa todas, absolutamente todas, es que te ha cogido cariño y se va a esmerar. Y a pesar del miedo que me produjo que un japonés que ha sobrevivido a la guerra de los gaijin, y la misma mañana que el gordito Kim Jung Un ha lanzado un misil que ha sobrevolado Japón, tuviese tan cerca de mi cuello la cuchilla de rasurar, a pesar de ello, digo, todo se disipó cuando mi querido barbero senil comenzó a utilizar su peine de carey. ¡Ah, el carey! ¡Qué tiempos en que las folclóricas llevaban ese trozo de tortuga coronando sus peinados Rococó! ¡Cómo no confiar en quien te atusa con un peine de carey!

Vivimos unos tiempos ridículos: la falta de peines de carey en las barberías lo demuestra. Por suerte, en lejanos rincones del mundo, aún hay barberos sin remilgos que se pliegan al placer del caparazón acariciante. El pelado transcurrió pues no sólo sin sobresaltos, sino en un placentero regreso a otros tiempos. Todo bien. Hasta que al terminar el barbero nipón me quitó los pelos de la cara con una brocha de esas que usan los pintores de gotelé para rematar los rincones y que luego te lo dejan todo el suelo lleno de gotas que no se quitan ni con un bidón de aguarrás. Al pasarme esa brocha por la cara fue como si un koala muy asustado viese en mi rostro la última posibilidad de salvación. Escribo esta declaración de amor y odio a mi barbero tokiota aún con el koala enganchado; posiblemente tardará varios días en sentirse seguro y soltar la presa. Sayonara Mr. Carey

 

La casa de los espíritus

(Una temporada en Japón 8)

Tita Michiyo tiene su casa llena de espíritus. No se dedica al noble arte de la uija, pero el día 13 de julio, en Japón, los espíritus de los muertos visitan las casas de los que nos hemos quedado. A tal efecto, las titas Michiyo de todo Japón tienen un tokonoma (altarcillo) en el saloncito ad hoc. Ella, en concreto, tiene unos pocos tokonomas, pues andan vagando espíritus de hermanas, hermanos, padres y supongo que abuelos ya disueltos en el éter y que no sé yo si encuentran el camino de vuelta. Los espíritus permanecen sólo hasta el día 15, es decir, que tienen dos días para revolver los cajones, abrir las puertas con estrépito y lamentarse del calor que hace en el más allá. Para que lleguen a su altarcito, donde se les ha provisto de comida y bebida, incluida una sandía (que son traducidos al capitalismo 20 eurazos de Japón) se va uno primero al cementerio -anexo al santuario sintoísta-, se le da un agua a las tumbas, se les ponen flores y se enciende un farol (véase foto de tita Michiyo y un servidor) que seguidamente se porta hasta casa para que los espíritus de los difuntos no se confundan de camino. En otras palabras, que esto es como la Santa Compaña de los gallegos, sólo que en este caso, entran en las casas.

Tokonoma con las fotos de los que el 13 de julio vuelven a por su piscolabis

En el tokonoma, tita Michiyo prepara con esmero la comida y una berenjena y un pepino. No se trata de recuerdos eróticos de tiempos pasados, son animales simbólicos que los traen y los llevan. El pepino, con cuatro patas fabricadas con cañas para que se sostenga, representa a un caballo, simbolizando que llegan a galope, con ganas de volver al mundo de los vivos. La berenjena, por contra, con sus otras cuatro patas, representa un buey, que será el que, lentamente pues no desean marcharse, les lleve de vuelta a su morada del más allá.

La sandía, alimento de los espíritus. Todo un yescal, un potosí.

Tita Michiyo lo prepara todo con esmero, siguiendo el libro de instrucciones, como tratando de de decir quizá que cuando ella falte nosotros hagamos lo mismo por ella, facilitándole con un pepino su vuelta a casa por unos días. Con ese pepino, tita Michiyo nos preparará en unos días una ensalada, acompañada de unas berenjenas con salsa de soja. Porque, por mucho cariño con el que nos esforcemos en recordar a los finados, al final, lo que nos queda es comernos aquello que los espíritus no han querido. Vivimos de las sobras, claro que, como decía una ilustre finada -mi madre- naciste lechón y morirás cochino; a lo que hay que añadir que, por muy bien que nos portemos, a cada cerdo le llega su San Martín. Menos mal que siempre habrá titas Michiyo para traernos brevemente de vuelta al proceloso mundo del más acá.

Tita Michiyo en plenos preparativos de retorno de los espíritus

Retorno de los espíritus, instrucciones de uso para el rezo del Rosario

La berenjena, un buey sin cabeza

 

Omotesando y el café más pequeño del mundo

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El dueño del Koffe Mameya, con su bata de tienda de ultramarinos y su bigotillo Sazatornil

 

(Una temporada en Japón 7)

Omotesando es posiblemente el barrio más interesante de Tokio. Y no lo digo porque el ambiente cool de la ciudad pase allí los fines de semana. A mí, lo de cool me deja más bien frío, aunque ciertamente pululan por las calles del barrio una diversidad de personajes realmente fascinantes. Omotesando está “puerta con puerta” que diría mi abuela Rogelia, con Harajuku, el barrio de las lolitas, más victorianas y sirvientas que góticas, dicho sea de paso. A toro de piedra está también el parque de Yoyogui, donde los últimos adoradores de Elvis plantan su radicasette y bailan coordinados, como bien japoneses que son. Pero Omotesando, que es una avenida en la que los edificios de grandes marcas internacionales pujan por la arquitectura y el arquitecto más mediático, tiene tras esa avenida, un barrio de casitas bajas, casitas caras, casitas de arquitecturas imposibles y atrevidas al que posiblemente ningún barrio del mundo le haga sombra. Y allí, las cafeterías y las tiendas de las modernidades, especialmente ropa y complementos, reinan sobre los heterogéneos visitantes.

Arquitacturas de Omotesando

Arquitacturas de Omotesando

Escondida entre sus callejuelas, imposible de encontrar sin astrolabio, donde apenas pasan coches, se encuentra la cafetería más pequeña del mundo. No dispone de mesas, ni sillas, ni taburetes, y el espacio destinado a los clientes apenas abarca un par de metros cuadrados. Hay un pequeño zaguán, un mundo entre lo interior y lo exterior, que sirve para que los clientes hagan cola, pues no pasan de cuatro personas las que pueden hacerlo en el interior hasta que son atendidos en la barra por el primer camarero, el mozo, podríamos llamarlo, atendiendo a que el otro, es el dueño. La barra puede que llegue a los dos metros y medio y tras ella se encuentran dos camareros uniformados de vendedor de tienda de ultramarinos. Teniendo en cuenta que, desde el punto de vista de Villanueva del Duque, estamos en ultramar, van que ni pintados. Conocí esta cafetería hace ya años, cuando estaba en este mismo lugar pero el edificio era otro y se llamaba ooo-koffee, aunque el espacio habitable, igual de reducido. Al dueño, el señor que aparece en la foto con pinta de chino de película de Gracita Morales (véase “Operación cabaretera”), le dio un barrunto, cerró el negocio de colas kilométricas y se marchó a Hong Kong. Sin embargo, en Toranomon Hills dejó una sucursal, más bien descafeinada, aunque el café fuese exquisito y fuerte como un italiano vestido de peplum. Digo descafeinado porque el espacio en el que está situado es una “mansion”, edificio de oficinas y residencias, que dispone restaurantes en alguna de sus plantas y la mencionada cafetería; evidentemente el espacio no da de sí como para una necesaria visita.

Edificio y entrada del Coffe Mameya

Edificio y entrada del Koffe Mameya

Ahora, sin embargo, el dueño que marchó a Hong Kong ha vuelto, se ha labrado en su lugar original en Omotesando un cuartillo modernísimo (cemento, madera) y japonísimo (limpio, sin decoración, vacío) y cultísimo (lugar de culto entre tokiotas y guiris que han oído hablar de asunto) y despacha a ritmo de tai chi cafés de diversa procedencia (desde Guatemala a Indonesia) con un denominador común: exquisito y en cualquier caso, servicio individualizado, que te hace sentir que no solo vale la pena el café, sino también la espera en la cola al estilo de la RDA, tiempo que se aprovecha para tomar fotos y admirar el trabajo fino y la dedicación. Si me preguntasen qué es la esencia japonesa, el dueño/camarero del café Mameya sería una respuesta muy válida. Si me preguntasen qué no debe uno dejar de hacer en Tokio respondería que tomar un café en este lugar de Omotesando que tanto se parece al espíritu que Sen Rikyu -el maestro de té de los shogunes Oda Nobunaga y Toyoto Hideyoshi- destiló cuando servía el preciado líquido sobre las hojas de té en un espacio cúbico al que se accedía por una puerta diminuta, obligando el shogún a agacharse para entrar en el, por otra parte, minúsculo habitáculo. Sin duda alguna, el nuevo café Mameya conserva el espíritu inicial que su dueño inició en el antiguo y el cubo, todo es un cubo aquí, es una metáfora de las líneas perfectas, como este lugar, al que solo le falta un reloj de arena.

El lujo del zaguán de la nada. Entrada al Koffe Mameya

El lujo del zaguán de la nada. Entrada al Koffe Mameya

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¿Qué más le puede pedir este señor a la vida?

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Rien ne va plus. Lo siento, estamos llenos

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Un cafelito en este rinconcito y lo demás se vuelve borroso

El dueño, a la izquierda, y su mozo

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La planta del zaguán, lo único que se resiste a las intersecciones y las hipotenusas en el cubo perfecto de la cafetería Mameya.

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El cafelito (elegí de Indonesia, especialmente fuerte) y el azuquita pa las tortas)

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Adjunto un mapa para que nadie me tome por un snob que se guarda para sí los grandes lugares de la humanidad.

https://www.yelp.com/map/koffee-mameya-%E6%B8%8B%E8%B0%B7%E5%8C%BA

Café entre arquitectura Taishoo

(Una temporada en Japón 6)

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Una cafetería de la era Taishoo y sus discretas atendedoras

A punto ya de regresar de ultramar en un confortable avión de Japan Airlines, aún he tenido tiempo de hacer una escapada desde Tokio hasta Kawagoe. Es una excursión que se puede hacer en menos de una hora en tren JR. Varios son los atractivos de Kawagoe. Vayamos al grano: los edificios de madera de antiguos almacenes de la era Meiji, la torre campanario de madera del siglo XIX, la “calle de las golosinas”, algunos templos y santuarios y, especialmente -opinión subjetiva, claro está- los pequeños edificios que aún se conservan de la era Taishoo..

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La torre campanario de Kawagoe

La era Taishoo, como todos sabemos, viene después de la Meiji, y antes de la Showa. Por si hay algún despistado, los años 1912 a 1926 son suyos. Ciertamente la fama de la era Meiji (1868-1912) suena como la de una época evocadora, cuando el sistema samurái llega a su fin, Japón se abre a occidente -obligado, todo sea de paso, a fuerza de cañones por el Comodoro Perry, menudo perro aquel yankee-. Pero, pongámonos en plan dandy, aquella época que es decadente en unas cosas y floreciente en otra no puede comparase con la Taishoo. Por los años de la Taishoo, en Europa y América, Gran Guerra aparte, también llegan los felices años 20. Son los años del Charleston y de la eclosión de la Sezession vienesa, del racionalismo arquitectónico y de Le Corbusier.  Eran también los años en los que la copa del Rey la ganaba en España el Real Unión de Irún. ¡Ah, qué tiempos!

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Dos damiselas intrínsecamente Taishoos

Y aquí en Japón, la era Taishoo, último florecer artístico antes de la militarizada era Showa y la destrucción de Hiroshima, supo impregnar un estilo propio arquitectónico del que quedan muy pocos ejemplos y que incluye elementos del art noveau. Y es en Kawagoe, en una de sus calles, donde mejor y más se conservan. Ya se sabe que Japón es aficionado a hacer tábula rasa cada dos por tres, ya sea por terremotos, guerras o para demostrar ese espíritu tan budista de que nada perdura, de que todo se transforma. Por suerte, entre los pocos edificios conservados hay un café. Un café, o cafetería, como prefieran, es el que determina si lo que se conserva sigue vivo o no. Por ejemplo, ahí está la Casa Lis en Salamanca, con su cafetería modernista, que es la que con sus vidrieras confirma la importancia del palacete. Y en Kawagoe, por suerte, queda el café Mikoe, donde un gentelman puede saborear un expreso en taza ad hoc de la era Taishoo, una época elegante, fina, como debían ser todas las épocas. Eran tiempos en los que aún no se había inventado el chandal, por mucho que en Carros de Fuego nos quieran hacer creer lo contrario. Menos mal que acerté con la camisa, porque entrar en un edificio de la era Taishoo vestido de lagarterana hubiese sido una ofensa a su casi desconocida pero melancólica arquitectura.

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Una tienda de la calle de las golosinas, como bien puede apreciarse

El café, sí señoras, señores y señoros es lo que lo determina todo. El café, sus tazas, y el cubil arquitectónico que lo alberga. Porque es en las cafeterías donde uno, sin leer la enciclopedia Salvat se puede uno hacer una idea cabal de las cosas que acaba de ver. No es en el poso del café, sino en su reposo donde descansa toda la belleza, en este caso, de la arquitectura de la época Taishoo.

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Edificios Taishoo con mi querida cafetería a la izquierda

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Camisa y gafas adecuadas para cafetería Taishoo con taza a juego

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O tempora o mores

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Arquitectura Taishoo, adiós a la madera

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Un corte de pelo así nunca está de más

El zapatero ermitaño

(Una temporada en Japón 5)

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El zapatero de mi barrio de Tokio vive a la intemperie. Fuma un pitillo Tres Carabelas mientras espera ensimismado a que alguien necesite cambiar las suelas de sus zapatos. Está prohibido fumar en la calle. Él ha creado con maderas viejas un rincón en el que es su propio emperador. Uno solo puede sentir envidia de quien desde los postulados de la vida ermitaña, no está sujeto a las debilidades de la carne ni del espíritu. Lo suyo son las suelas de los zapatos, aquello que curiosamente nunca entra en las casas de los japoneses. Al llegar a casa, los nipones se descalzan, dejan fuera las suelas. En sus casas el mundo que existe es impoluto, niega todo lo que hay en el exterior. Fukushima y las largas horas de reverencias en el trabajo dejan de existir. Los zapatos, esos vínculos con la tierra y con la Tierra, se quedan a las puertas. Dentro de las casas de los japoneses, parece existir solo el silencio; el ruido de la calle ha quedado apartado.

El zapatero de mi barrio es el supremo emperador del mundo. No solo deja entrar en su casita de caracol sedentario las suelas y su ruido, sino que es es él quien las renueva cuando ya no tienen nada que gritar. El zapatero de mi barrio es todo Japón resumido, es la voz del emperador por la radio cuando pidió la rendición en 1945 y es las 1.200 páginas del Genji Monogatari. El zapatero de mi barrio, ermitaño visible, es todo aquello que puede verse. Coloca con esmero de milenios las suelas sin rastro a los zapatos para que, como las palmas de las manos, sus propietarios, los 120 millones de propietarios japoneses, escriban en ellos las líneas del destino. Al llegar a casa se quitan los zapatos y las arrugas quedan en el zaguán. Los japoneses y especialmente las japonesas no tienen arrugas porque las dejan en las suelas de los zapatos. Y el zapatero de mi barrio, el dueño del mundo, las acumula en su rostro, a la intemperie, de lunes a domingo y fiestas de guardar.

A veces, si la lluvia es pertinaz, el zapatero de mi barrio se levanta de su taburete y recoge parsimonioso sus enseres. Acumula los cientos de suelas sin escribir y los cubre con una de sus viejas maderas. El zapatero, entonces, desaparece por ensalmo. Nadie sabe dónde vive, quizá se disuelve en el éter. Al día siguiente la lluvia cesa y el zapatero de mi barrio vuelve a estar allí, con su pitillo Tres Carabelas colgando de la comisura de los labios, mirando sin ver cómo la humanidad escribe con renglones torcidos las arrugas de sus vidas en las suelas de los zapatos. Los zapatos no entran en las casas japonesas. Hay cosas que los emperadores no quieren saber.

El Belén japonés

(Una temporada en Japón 4)

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El día 3 de marzo se celebra en Japón el festival de Hinamatsura, algo así como el día de los niños. ¿En qué consiste? En esencia en colocar un Belén en los santuarios sintoístas. Del santuario se ha extendido a los hogares privados y por supuesto a los grandes almacenes. Yo, buscador de las esencias genuinas, me escapé a la ciudad de Katsuura, cerca de Tokio, precisamente para ver uno de los Belenes genuinos, el que se coloca en el santuario sintoísta de aquel, como verán por las fotos, lugar ajeno al glamour y a los grandes almacenes.

Los Belenes del festival de Hinamatsuri no tienen ni burro ni buey y el niñito Jesús también se les ha olvidado. Es comprensible, este país es que está muy lejos de todo y a veces se despistan. Y algún entendido me replicará que ni son Belenes ni nada tienen que ver con la tradición navideña. No le faltará razón, pero un lugar sagrado en el que una vez al año se ponen muñecos si no es un Belén que venga Dios y lo vea. Pero a mí, en el fondo, el asunto religioso me traía sin cuidado desde el mismo momento en que comencé a ver en el citado pueblo o ciudad costera de Katsuura las gentes y los edificios que vi. ¡Qué país, qué paisaje, qué paisanaje!

Y aquí cierro la crónica pues a pie de foto añadiré esta vez los cometarios pertinentes al submundo pueblerino de Japón, del que soy más devoto que de los por otra parte preciosos muñecos de los Belenes japoneses.

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Por muñecos que no quede, no vayan a venir de la capital a decir que «semos probeticos».

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Señores frente a la estación de ferrocarril contando por cuadriplicado a los visitantes de los Belenes.

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El señor Kanazawa no se separa de su Tropicana, su bebida favorita desde que era miembro de la tripulación del Calypso de Jaques Costeau

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La señora bajita vende (albóndigas de pulpo) y yakisoba (fideos fritos) en su espacioso armarito de Ikea.

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Abuelo cojo, amigo de Pepe Isbert en El Cochecito (Guión Azona, direccción Marco Ferreri) y superviviente de la batalla de Iwo Jima, en bicicleta.

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Miembros del equipo verde de Jaques Costeau con su Belén esperando la visita de las niñas del colegio María Auxiliadora

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¡Algas, el atún fresco, la caballa, el pez colorao…!

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¿Quién soy? ¿A que no me conoces? ¡Venga dilo! Soy de tu pueblo, de Villanueva del Duque, el padre de la Amparo, la de la familia de la Cuartokilo. ¿Cazes tú aquí? ¿Y la Maruja, no ha venío contigo?

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Fashion Yamazaki, siempre demodé

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La señora que parte la Pana

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Non coment

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Paelleras a buen precio, Belén fuera de concurso.

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La casa azul del oso amarillo

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La casa roja, número 233

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Barbería Barber

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Ecos de la Bauhaus

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L1170027 Un cafelito siempre sabe mejor en una taza de porcelana Noritake

 

Dandys de Tokio

(Una temporada en Japón 03)

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En el barrio de Odaiba hay un gran palacio de congresos donde a veces a los sibaritas nos ofrecen un anzuelo con el que nos pescan. Los sibaritas eran los antiguos habitantes griegos de Síbaris, en la Magna Grecia, hoy Italia, cuya ciudad destruyeron los de Crotona con una argucia musical: tocaron las flautas cuando fueron atacados por los elefantes de Síbaris, sobre los cuales cabalgaban sus guerreros. Los paquidermos se pusieron a danzar, pues a ello los habían enseñado sus dueños sibaritas, y pisotearon a sus propios dueños. Síbaris fue totalmente destruida y parece que la humanidad desde entonces ha tratado de arrinconar a sus descendientes espirituales. Por ello, siempre es una alegría para un sibarita poder encontrarse con otros de sus especie. Hoy día a los sibaritas se les llama de otro modo y quizá el vocablo dandy sea el más adecuado al sentido original. Es cierto que un dandy ha sido a lo largo de las épocas a veces un mísero escritor (no todos fueron Lord Byron) como bien cuenta Hugo Ball en su novela Flametti o el dandismo de los pobres. Pero el dandysmo nada tiene que ver con la riqueza o con la capacidad de adquirir cosas y si no, ahí tenemos al mayor dandy que ha dado nuestro país, Alonso Quijano, en los tiempos en que los dandis eran llamados hidalgos y al salir de casa, altivos y con la mirada elevada, se echaban unas migajas de pan en las barbas para que se creyese que habían comido. Para el dandy, comer no es importante, pero si se come, que sea sobre un mantel de seda china y con cristalería de Murano. Y el café a los postres, porcelana de Imari y azúcar de caña y -por favor- nada de leche, que es pecado.

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Y en Odaiba, barrio de Tokio ganado al mar, iba diciendo, se celebró una feria de antigüedades a la que, evidentemente, un dandy sibarita como yo -¡tengo reloj de pulsera al que hay que darle cuerda a diario!- no podía faltar. Lo que allí había es difícil de describir, porque el terreno de las antigüedades abarca por suerte desde porcelana japonesa del siglo XIX hasta transistores Mitsubishi de cuando la Olimpiada de Tokio de 1964, pasando por singles del grupo musical yeyé nipón The Tigers. Pero, sobre todo, en una reunión así, el gozo es contemplar a quienes venden y a quienes compran. Allí se citaron los últimos ejemplares de dandys que quedamos, que no son muchos en estas islas del antiguo Cypango, pero que son cosa fina, o “crema” que diría mi amigo Simeón el Estilita.

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Los dandys, que deben mucho al británico Beau Brummel, un abanderado del dandysmo allá por el siglo XIX (y que nos ha legado la colonia para las distancias cortas) saben que cualquier detalle, un pañuelo anudado al cuello, una pluma estilográfica Parker Azteca de 1909 en el bolsillo de la chaqueta o un libro como el Catón en la mano, los identifica como miembros de esta hermandad hoy defenestrada por este mundo sin etiqueta. Las dandys japoneses, casi perseguidos y vilipendiados, se refugian en las ferias de antigüedades, compran una lámina de Osamu Tezuka o una medalla que el emperador de la era Showa impuso a un famoso dentista y que les queda que ni pintada en su americana. Un (incluye el género femenino) dandy japonés goza además del aditivo de lo oriental, algo que dandis de otros lares siempre admiraron o quisieron tener, póngase el ejemplo de Mata Hari, una dandy francesa acusada de espía por la organización internacional de exterminio de los dandis y que pronunció la bella frase “prefiero ser la amante de un militar pobre que de un banquero rico”. Con declaraciones así -y solo hay que ver lo que ocurre actualmente en el mundo- es lógico que la fusilasen. Que San Síbaris la tenga en su gloria.

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Los dandys de Tokio aún no son perseguidos por las autoridades y gozan de cierta libertad, eso sí, si no se “significan” demasiado, o lo que es lo mismo, cumplen la máxima de Brummel, que abogaba por ir por el mundo de modo “conspicously inconspicous”, es decir, notoriamente desapercibido. Es algo que quizá incumplen, y loados sean por ello, los dandys del Congo, antigua colonia belga propiedad privada de su rey Leopoldo, donde los dandys son hoy día llamados “sapeur”, de Societé des Ambienceurs et des Personnes Élégantes (ambianceurs significa ambientadores) y pasean su bella y colorida estampa por la rúa sin miedo al escarnio. Los dandys, digámoslo claro y con i griega, llevamos siglos perseguidos y nadie hace nada por salvarnos. Por eso es reconfortante encontrarse con los hermanos de esta sufrida cruz aquí en Tokio, a 12.000 kilómetros de Córdoba, que fue urbe centro del dandysmo en tiempos de Abderramán III.

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Y aquí, como remate, unos sapeur del Congo toreando al mundo

Y aquí, como remate, unos sapeur del Congo toreando al mundo

El tren yeyé a Hakone

(Una temporada en Japón 02)

El tren yeyé «Romancecar 3100»

Estos días decidí comportarme como un japonés del mismo Japón. Así que la programación era un viaje en tren hasta Hakone donde disfrutaría de las aguas termales y una escapada al lago Ashinoko para, si las nubes lo permitían, tener una esplendorosa vista del monte Fuji o Fujisan. El viaje lo programó mi geisha, y como buena japonesa, estuvo atenta a todos los detalles. Dejando a un lado el culo rojo que se me quedó con las aguas termales, la visita al museo de Saint Exupery y su pequeño príncipe (qué cosa más rara, aquí a 12.000 kilómetros de París) y las maravillosas vistas al Fujisan, lo que más me gustó del viaje fue el tren, concretamente la ida, en el Romancecar 3100 del año 1963. ¡Cómo no voy a  emocionarme cuando viajo en un “Romancecar” de colores yeyés y estética retrofuturista! Sí, yo soy un sentimental.

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El monte Fuji desde el tren yeyé, camino de Hakone

Siempre me resultó curiosa la afición de los japoneses por los trenes, pero hay que reconocer que con los trenes que conservan aún funcionando, verdaderas joyas de otras épocas, el menos pintado se aficiona a ellos. Es normal encontrarse a los japoneses con su cámara, esperando en la estación a que pase tal o cual tren, o en medio de una gran nevada, subidos a una loma, esperando tomar aquella foto del más moderno shinkansen (tren bala) con la nieve y el Fuji al fondo. Sí, otros se entusiasmarán más por el aún en pruebas novedoso tren bala que alcanzará los 500 kilómetros hora, pero yo en mi tren yeyé, que no pasa de los 170, observo entre nubes el Fuji y pienso en Modesty Blaise y Bond, cuando éste era Bond y no ese Guardia Civil joven en un gimnasio que representa Daniel Craig.

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El Fujisan desde el lago Ashinoko, con el tori del santuario sintoísta a la derecha

Japón ha sabido mezclar el progreso, la llegada de nuevos modelos de trenes, más rápidos y de locomotoras de diseños siempre vanguardistas, con sus antiguos modelos, verdaderas piezas de museos. El tren yeyé a Hakone es uno más dentro del amplio abanico de modelos sacados de otro tiempo que uno puede encontrarse en Japón. Aunque, sin duda, el tren yeyé a Hakone es mi favorito. Y de banda sonora le ponemos a Kayoko Ishuu y su Bazzaz nº. 1 que adjunto https://www.youtube.com/watch?v=lKk2CcaE818

Nando Viñas

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El año del mono en calcetines

(Una temporada en Japón 01)

calcetin

Este 2016 resulta que es el año del mono para Japón. Debe ser sin duda mi año. Y de nuevo lo comienzo en Tokio. Para qué les voy a engañar, en este país ni sabe uno cuándo es domingo ni cuándo empieza la navidad. Todos los días son iguales porque las tiendas no cierran nunca y para más inri, no hay misas. Así que las navidades se me han pasado sin turrón, borrachera de anís (del mono, que es un retrato de Darwin en la etiqueta, sin duda el mejor chiste comercial de la Historia), petardos ni fiesta fin de año bailando por Raphael con Raffaella Carrá.

Pero he encontrado una manera infalible se saber que las navidades se han acabado. No se crean que es fácil porque a día de hoy (10 de enero, creo, sábado o domingo, no sé) el árbol de navidad de la plaza del barrio (Akabane) sigue puesto. Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid he dejado también puesto el árbolito mini navideño en casa por dos razones: la primera porque no sabía cuándo se acababan las navidades y la segunda porque mi prima Angelines, que vive en Martorell, jura que me ha enviado una tarjeta navideña hace mes y medio. Lo malo del asunto es que se la dio a su padre, mi tío Florencio, para que fuese a Correos, y éste se pararía a comer un bocadillo de boquerones en vinagre en algún sitio y sospecho que acabó comprando los sellos en una tienda filatélica, donde entablaría animada conversación con su dueño, que le vendería sellos de Franco de 10 pesetas. Es por eso que el christma no parece querer llegar.


Pero he perdido el hilo. Yo quería contar el método para saber que en Tokio ya no es navidad. Sencillísimo, aunque he tardado en darme cuenta. Se trata de ir a un «depaato» o grandes almacenes, a la sección de rebajas, y comprar allí estupendos productos navideños a precios irrisorios. Lo bueno no es solo que uno sale con el convencimiento de que al menos estas navidades ya han acabado, sino que además se puede llevar a casa por 200 yenes (euro y medio) unos magníficos calcetines navideños que nos tapen esos dedos tan feos que tenemos en los pies. Dedos de mono, para no desmerecer el año. ¿A que son preciosos y demodé?