Vermeer tokiota en hora punta

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Son las ventajas de vivir en Tokio, que periódicamente viene a visitarte los grandes maestros. Los inconvenientes, como diría mi madre, son que hay más gente que en la guerra. Coinciden ahora Rubens y Vermeer, y está Van Gogh al caer. Me he ido a ver al señor de Delft, del que se exponen 8 lienzos, lo que supone el 25 % de su obra total, junto a otros maestros de la pintura de las barrocas Provincias Unidas, caso de Pieter de Hooch y el muy desconocido pero deslumbrante Gabriel Metsu (Mujer leyendo una carta y Hombre escribiendo una carta están aquí).

Para ir a ver la exposición hay que comprar la entrada para una hora determinada. A las 11 menos cuarto esperaba ya en el museo Ue no Mori, en el parque de Ueno en la cola. Lo bueno de las colas en Japón es que nadie dice eso de «¡cuánta gente!», afirmación filosófica que excluye al exclamador del género «gente» y lo sitúa a un nivel etéreo de difícil taxonomía. Por otro lado, hay quien va a ver las exposiciones en kimono -Vermeer sin duda se lo merece-, y lo digo aquí con la boca pequeña, no vaya a ser que la gente se vista de mañico en España para ir a ver a Goya y el Prado se convierta en despedida de solteros/as son chupitos. Lo malo en este caso era esperar bajo los árboles de otoño, repletos de cuervos en las ramas eligiendo a quien de la cola le iban a poner el traje de cagarruta como para ver una exposición de Andy Warhol en lugar de maestros barrocos holandeses.

A las 11 en punto nos dejaron entrar a los que teníamos reserva a esa hora. Y una vez dentro, lo que había allí, además de 8 Vermeers y 41 obras neerlandesas más, era una masa de gente que asemejaba la estación central de Shinjuku a hora punta. Aquello era Cuando ruge la marabunta (The naked jungle) sin Charlton Heston, un Boca-River pero con educación y sin navajas, la caseta del ayuntamiento de la feria de Córdoba el sábado actuando Medina Azahara, en definitiva, un hágase un hueco para ver a Vermeer con una aguja de calceta.

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Ahora bien, las dificultades de acumularse hasta 5 líneas de visitantes contemplando a todo lo ancho un cuadro de Vermeer son menores en Japón porque la mayoría de los visitantes son japonesas de viejo cuño, diminutas, a las que un ibérico de talla antigua como yo supera en una cabeza, por lo que desde la tercera fila puedo mirar como si además de Fernando me apellidase Romay. A pesar de ello, y no por falta de espacio en el museo, sino por exceso de sapiens, allí estábamos todos para cualquier cosa menos para «admirar detenidamente» a Vermeer, más bien para vivir la experiencia de una anchoa en lata. Y para colmo la cuerdecita que nos separaba de los cuadros era de metro y medio de distancia a la pared, que parece poco, pero que es un abismo insondable cuando hay que admirar detenidamente Mujer con sombrero rojo. Y he aquí la crítica despiadada que se merece Vermeer: ¿a quién se le ocurre pintar lienzos tan chicos? ¡Pero si Mujer con sombrero rojo no tiene más de una cuarta de alto! ¿Acaso nunca pensó ese buen hombre que en el siglo XIX lo iban a reivindicar como un genio y que la cosa sigue así? ¿Acaso no sabía que los japoneses, por muchos que sean, también tienen derecho a admirar detenidamente su obra? Estimado señor Vermeer, pintor atmosférico, utilizador de la cámara obscura para alcanzar la perfección y la rara perspectiva de tus obras, sí, estimado pintor que acabaste jartito de deudas, no te he podido contemplar in situ con el detenimiento requerido, pero, aún así, con el aliento de 1.700 abuelas japonesas en mi sobaco, no me queda más remedio que decirte que eres muy bueno, so jodío.

Como post data, recomiendo la lectura del libro El ojo del observado. Johannes Vermeer, Antoni Leeuwenhoek y la reinvención de la mirada, obra de Laura J. Snyder, donde nos cuentan historias de invenciones de microscopios y líneas de óleos difuminadas por mor de la utilización de la cámara obscura. Lo leí casualmente a inicios de año, y mira tú como por exorcismo ha venido a mí uno de los protagonistas.

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