(Otro agosto en Japón II)
He realizado una escapada a los Alpes japoneses. ¿Acaso Heide no es una serie japonesa? Pues por qué no iban a tener sus Alpes; de hecho, para ser exactos, tienen tres, los Alpes del norte, los de en medio y los del sur. Y allí que me he plantado a ver si veía vaquitas. ¡Y vaya si las vi!
A los Alpes japoneses los nipones se van a esquiar -en invierno- y a escapar del bochornoso calor de las ciudades -en verano-. Como es natural, en los Alpes lo que hay en verano es mucho verde y muchas hormigas. Poco más se puede decir sobre el particular, salvo que, quizá por añoranza de los Alpes centroeuropeos que dan su nombre a la orogenia alpina -y viceversa- y a estas montañas japonesas, uno se encuentra con refugios con reconocible aire alemán a los que han bautizado como “Hütte”, que como todo hijo de la emigración sabe, significa choza o refugio en idioma teutón.
Ahora bien, como estar anclado en un hotel alpino no es algo que entrara en mis planes, alquilé un coche para dar vueltas por la región. Lo malo de los coches en Japón es que están hechos al revés, es decir, el volante está a la izquierda y se conduce por la izquierda, como en el Reino Unido de la Gran Bretaña (exceptuando Gibraltar, que van por la derecha). Conducir por primera vez un coche con el volante a la izquierda es como si un día te levantas por la mañana y resulta que en tu carnet de identidad dice que te llamas Fabían Bígaro Perlé. ¿Qué se puede hacer llamándose así? ¿Cómo comportarse? ¿Cómo conducirse en la vida? Pues eso. Con todo, a pesar de frotar las ruedas de la parte izquierda del coche en más de una ocasión contra el acerado -algo que hacía también, conduciendo en Alemania su Ford Escort modelo 1975 mi tío Fernando, hermano de Ruperto el último yeyé- no pasé grandes sustos. A final, en esta vida, hasta los que te viene más a contramano te acaba pareciendo natural, como conducir por la izquierda, comer pipas sin sal o vivir sin gobierno.
Una vez dominado el coche, estuve viendo lagos, abetos, cedros y verde, mucho verde, lo propio, ya se dijo. Pero como uno es de culo de mal asiento, me acerqué en el coche a ver uno de esos museos que a alguno le parecerá que es una pérdida de tiempo y que a mí me chiflan, concretamente el museo arqueológico de la cultura Jomon (pronúnciese Yomón). Esta cultura, además de hacer unos falos de piedra de pipa algarrobo, se caracterizaba por sus trabajo en cerámica, elegantes y con decoración de cuerda, y sus Venus, de las cuales destacan en el museo de los Alpes la Venus con máscara y la Venus embarazada. No voy a cansar más con estos temas tan íntimos. Tan sólo quiero recalcar que desde Tokio se llega a los Alpes, vía ciudad de Chino (juro que se llama así) con el elegante tren Super Azusa, que como se puede ver en las fotos, parece imitar los falos Jomon.
A la vuelta a Tokio realicé una parada en Matsumoto, ciudad que conserva uno de los más bellos castillos japoneses, además de uno de los dos que podríamos decir que permanecen originales, con los compresibles retoques para renovar las maderas. Decir que es elegante es poco y quizá solamente el de Himaji pueda hacerle sombra. Del castillo de Himeji ya hablé largo y tendido en mi libro Japón. Un viaje entre la sonrisa y el vacío. Del de Matsumoto diré que lleva casi 500 años en pie y lo construyó Toyotomo Hideyoshi, del que se podría decir mucho, desde que unificó Japón hasta que partiendo de orígenes humildes acabó por ser shogún, es decir, el gobernante de facto del país pues los emperadores hace tiempo que eran simples figuras decorativas. Sin embargo, ya que telecinco sigue a la cabeza de las audiencias en España, me apetece decir que Hideyoshi fue como el Jorge Javier Vázquez del siglo XVI, pues escribía obras de teatro que él mismo protagonizaba y obligaba a los nobles y samuráis a asistir a sus representaciones.
Para desintoxicarme del símil, acabé curioseando por el mercadillo que había cerca del castillo y tomando café en un edificio de 1937 de estilo occidental, antiguo banco de la ciudad y hoy en día lugar de celebraciones de bodas, bautizos y comuniones budistas. Como siempre, me pedí un exprés, que es como se le llamaba a este café en aquel lejano año en que se acercaba una guerra mundial que tuvo la benevolencia de dejar en pie el castillo de Matsumoto y el edificio del banco y una pequeña librería de viejo que respira a duras penas entre los edificios de la mal llamada modernidad. En su interior, un japonés que pudo ver construir el castillo, me observaba atentamente. Quizá pensaba que había ido allí a comprarme la autobiografía novelada de Jorge Javier Vázquez. ¡Ah, Heidi, vivías en los Alpes pero tenías una cara de japonesa de libro!