Corte a tijera en una barbería de Tokio

(Una temporada en Japón 9)

Uno tiene estas cosas, que sin poder decir en japonés no me corte usted nada más que las puntas, se mete en una barbería de Tokio a que, como diría mi madre, lo dejen a uno «presentable». El problema de mis pseudorizos es que cuando cogen una largura determinada no se sabe si son olas como las de Butragueño o el pelo de Ángela Chaning. Esos días son terribles porque hay que decidirse entre pelarse o buscar remedio con ceras, gominas -en los 80- o cualquier remedio que la etiqueta nos prometa un rizo perfecto. Desde hace algunos años, para evitar casarme con el mayordomo de Falcon Crest, entro en una barbería a solucionar el dilema.

En una ocasión me pilló el dilema en Saigón y el resultado fue una visitade surrealista a una barbería vietnamita a la que sólo le faltó el final feliz, y que incluyó rasurado de pelo de orejas. Para el interesado en aquella aventura remito a la entrada correspondiente en este blog; yo, no quiero ni acordarme.

En esta ocasión el dilema me surgió en Tokio. Me quedan días para estar en Oporto, pero ¿quién puede resistirse a la llamada de la Sirena de esas barberías de Tokio con su giroscopio hipnótico rojo, blanco y azul. Yo no soy Ulises, así que la llamada de las sirenas barberas fue irresistible. Cuando iba a abrir la puerta de la barbería, el peluquero, solícito, corrió a abrírmela desde dentro, a pesar de estar en medio del corte a una cabeza de un japonés, una de esas cabezas que si fueran garbanzo había que remojarlas en una plaza de toros y que tanto están de moda en la genética nipona. Por otro lado, este barbero debía contar en el momento de abrir la puerta los 80 o 120 años, un arco que parece exagerado pero los japoneses, sin arrugas apenas, sin ojeras, y en este caso sin pelo, échele usted un galgo para saber su edad.

Mientras esperaba acabó con el cabezón y siguió su labor con otro cliente, a la sazón algunos años mayor que él, pero con más pelo. Mientras lo pelaba pude ver por el espejo la cara concentrada del barbero en su labor. Hay barberos que fruncen el ceño cuando cogen las tijeras; éste era de los que arquean las cejas, con el agravante de que no le formaban arcos sino algo así como un acento circunflejo interrumpido en la cúspide. Su boca, permítaseme su descripción detallada, variaba a medida que avanzaba en el corte. En un principio, introducía su labio inferior levemente bajo el superior, pero a medida que realizaba su trabajo, el labio superior iba desapareciendo como una liebre perseguida por un cazador de los Pedroches. Al mismo tiempo, ese labio inferior, que apenas era un rayón con con lápiz HB cuando comenzó, se iba ensanchando como las boquitas de unas amigas de despedida de soltera haciéndose un selfie. El resultado final de su rostro -acento circunflejo, labio inferior de autorretrato ridículo- le asemejaba a la abuela de la película de dibujos animados Totoro.

Llegó mi turno y comenzó el debate de qué corte de pelo quería. Como ya expliqué antes, mi idioma japonés avanza, pero a veces no es fácil explicarse. Eso es como el profesor de física nos preguntaba en segundo de BUP por algo y respondíamos: «Si yo lo sé, pero no sé explicarlo». Gran falacia. Llegados a un acuerdo -más cortito por detrás, más largo el flequillo-, se puso manos a la obra. Debo decir que con toda seguridad en su siglo de vida, este señor era la primera vez que pelaba a un pelo medio rizado de gaijin (extranjero) de nariz larga. Y debo decir que cuando un barbero tiene 10, sí, diez, tijeras frente a ti y las usa todas, absolutamente todas, es que te ha cogido cariño y se va a esmerar. Y a pesar del miedo que me produjo que un japonés que ha sobrevivido a la guerra de los gaijin, y la misma mañana que el gordito Kim Jung Un ha lanzado un misil que ha sobrevolado Japón, tuviese tan cerca de mi cuello la cuchilla de rasurar, a pesar de ello, digo, todo se disipó cuando mi querido barbero senil comenzó a utilizar su peine de carey. ¡Ah, el carey! ¡Qué tiempos en que las folclóricas llevaban ese trozo de tortuga coronando sus peinados Rococó! ¡Cómo no confiar en quien te atusa con un peine de carey!

Vivimos unos tiempos ridículos: la falta de peines de carey en las barberías lo demuestra. Por suerte, en lejanos rincones del mundo, aún hay barberos sin remilgos que se pliegan al placer del caparazón acariciante. El pelado transcurrió pues no sólo sin sobresaltos, sino en un placentero regreso a otros tiempos. Todo bien. Hasta que al terminar el barbero nipón me quitó los pelos de la cara con una brocha de esas que usan los pintores de gotelé para rematar los rincones y que luego te lo dejan todo el suelo lleno de gotas que no se quitan ni con un bidón de aguarrás. Al pasarme esa brocha por la cara fue como si un koala muy asustado viese en mi rostro la última posibilidad de salvación. Escribo esta declaración de amor y odio a mi barbero tokiota aún con el koala enganchado; posiblemente tardará varios días en sentirse seguro y soltar la presa. Sayonara Mr. Carey