(Una temporada en Japón 5)
El zapatero de mi barrio de Tokio vive a la intemperie. Fuma un pitillo Tres Carabelas mientras espera ensimismado a que alguien necesite cambiar las suelas de sus zapatos. Está prohibido fumar en la calle. Él ha creado con maderas viejas un rincón en el que es su propio emperador. Uno solo puede sentir envidia de quien desde los postulados de la vida ermitaña, no está sujeto a las debilidades de la carne ni del espíritu. Lo suyo son las suelas de los zapatos, aquello que curiosamente nunca entra en las casas de los japoneses. Al llegar a casa, los nipones se descalzan, dejan fuera las suelas. En sus casas el mundo que existe es impoluto, niega todo lo que hay en el exterior. Fukushima y las largas horas de reverencias en el trabajo dejan de existir. Los zapatos, esos vínculos con la tierra y con la Tierra, se quedan a las puertas. Dentro de las casas de los japoneses, parece existir solo el silencio; el ruido de la calle ha quedado apartado.
El zapatero de mi barrio es el supremo emperador del mundo. No solo deja entrar en su casita de caracol sedentario las suelas y su ruido, sino que es es él quien las renueva cuando ya no tienen nada que gritar. El zapatero de mi barrio es todo Japón resumido, es la voz del emperador por la radio cuando pidió la rendición en 1945 y es las 1.200 páginas del Genji Monogatari. El zapatero de mi barrio, ermitaño visible, es todo aquello que puede verse. Coloca con esmero de milenios las suelas sin rastro a los zapatos para que, como las palmas de las manos, sus propietarios, los 120 millones de propietarios japoneses, escriban en ellos las líneas del destino. Al llegar a casa se quitan los zapatos y las arrugas quedan en el zaguán. Los japoneses y especialmente las japonesas no tienen arrugas porque las dejan en las suelas de los zapatos. Y el zapatero de mi barrio, el dueño del mundo, las acumula en su rostro, a la intemperie, de lunes a domingo y fiestas de guardar.
A veces, si la lluvia es pertinaz, el zapatero de mi barrio se levanta de su taburete y recoge parsimonioso sus enseres. Acumula los cientos de suelas sin escribir y los cubre con una de sus viejas maderas. El zapatero, entonces, desaparece por ensalmo. Nadie sabe dónde vive, quizá se disuelve en el éter. Al día siguiente la lluvia cesa y el zapatero de mi barrio vuelve a estar allí, con su pitillo Tres Carabelas colgando de la comisura de los labios, mirando sin ver cómo la humanidad escribe con renglones torcidos las arrugas de sus vidas en las suelas de los zapatos. Los zapatos no entran en las casas japonesas. Hay cosas que los emperadores no quieren saber.