Una visita al dentista japonés

Cuando el dentista japonés sacó una pistola idéntica a la que Flash Gordon utilizaba para defenderse de Ming el Despiadado, empecé a preocuparme.

La pistola del dentista

Cuando el dentista japonés sacó una pistola idéntica a la que Flash Gordon utilizaba para defenderse de Ming el Despiadado, empecé a preocuparme. Un dentista japonés habla a borbotones y dispara más rápido que su sombra, por lo que es una mezcla de Lucky Luke y mi tío Florencio. Pude entender que me iba a inyectar una especie de anestesia para que no me doliese tanto lo que me iba a hacer. ¡Pero si yo no tengo nada, si sólo he venido a una limpieza general! Negocie usted con los hijos de Mishima si se siente con valor. Yo me dejé hacer, así que tras embadurnarme las encías con un algodón mojado en vaya usted a saber qué, sacó la pistola de Flash Gordon -idéntica a como la dibujó el gran Alex Raymond- y me inyectó las encías con rayos láser. De inmediato se me fue adormeciendo la parte derecha de mi boca. Hasta tres veces repitió la operación el malvado Denti-Hito. Con la última, el efecto adormecedor me llegó hasta el ojo derecho y lágrimas inoportunas amenazaban escaparse como aquella tarde de adolescente en el cine, cuando en la escena final, E. T. le decía a Drew Barrymore (antes de que se desnudase para el Playboy años después) aquello de «sed buenos». El ojo temblaba por controlarse, pero la boca ya había caído en un estado lamentable. No sólo no sentía nada, sino que me parecía que se me había ladeado mi sonrisa y se había caído la parte mandibular derecha; me acordé de cuando la rana Gustavo de los teleñecos ponía un gesto torcido, producido por la mano que llevaba dentro, que inclinaba los dedos hacia un lado, por debajo del pulgar. Ese era el aspecto que debía tener mi boca. Una vez en esa situación, es tontería creer que este mundo es maravilloso. Ya lo repetía Shopenhauer continuamente a todo aquel que lo visitaba en su casa de la calle Schöne Aussicht: «Vivimos en el peor de los mundos posibles». En parte, Shopenhauer se contradecía puesto que también llegó a escribir que si hoy está la cosa mala, mañana estará peor. Efectivamente, porque el dentista japonés me ha programado para los dos próximos meses cinco, sí, han leído bien, cinco visitas más. Me han regalado, eso sí, una cartilla pistola Flash Gordon donde puedo anotar las cruces, las muescas en lenguaje de Clint Eastwood y Lee Van Cleef. Ya he preguntado en Iberia si puedo adelantar el vuelo de regreso a España, pero al parecer no sin completar la cartilla de pistola láser. Aquí en Japón el orden es absoluto, perfecto, circular, ajeno al albedrío. El peor de los mundos posibles. En realidad, la única opción de libre albedrío en la visita a un dentista japonés es decidir si mientras te raspa los dientes con herramientas de inquisidor, y que suenan como cuando barres los vasos rotos de la fiesta fin de año en tu casa, miras al foco cenital que ilumina tu sonrisa de media rana, a los ojos del dentista o a las de la muchacha que le ayuda en la tortura amarilla. Siempre se prefiere la muchacha, aunque de reojo podía yo divisar desde la ventana el vuelo de los cuervos, esos pajarracos que gobiernan desde el aire, ese lugar bajo el espacio sideral en el que Flash Gordon y Ming el Despiadado dirimen sus diferencias bajo la atenta mirada de los pacientes de las clínicas dentales, esos lugares donde reina el cloroformo.

La clínica Akiyama (Montaña de otoño), embajada del planeta Mongo en Tokio

 

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